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He hecho esta breve semblanza
al llegar a Barcelona
de mis crónicas murcianas
en casa de Blas y Rosa,
la rimada remembranza
de unas entrañables horas
en las que ahondé en mis raíces
y conocí a unas personas
que, aun siendo de mi familia,
no las conocía hasta ahora.
Sandra me regaló un punto
de lectura y la tía Rosa
me hizo un puchero murciano
al que hay que echarle pelotas
(algo, dicho sea de paso,
que hace con todas las cosas).
Lorena me enseñó el piso,
las estancias, las alcobas,
el abeto cojitranco,
la escalera caracola
y me chivó el escondrijo
donde Pedro guarda mosca.
Me sacaron parecido
con un Serrano de moda,
María José tomó fotos,
tía Rosa me grabó coplas,
visitamos nacimientos,
también desayuné porras
y en El Palmar no palmamos
pero por poco se escoña
el coche gasoleado
que pilotaba tía Rosa.
Vi a Gregorio y a Juanita
y al loro que dice hola,
las muñecas que mi prima
con gran primor atesora
y también conocí a Sergio
y al ratón y a la ratona
y a la iguana en el terrario
(¡pedazo de lagartona!).
Recogí mi premio en Mula,
me dieron cheque y diploma
y, tras las presentaciones,
leí mi cuento de La olla
y después nos invitaron
a canapés y a unas copas.
Visité La Casa
Grande
y otras fincas y casonas
donde creciera mi padre
y viviera edades mozas:
Las Suertes, Los Comeleses
y aquel cortijo que otrora
en Cañada del Romero
viera sus primeras horas.
Fui también al cementerio
a visitar con tía Rosa
la tumba de los abuelos
donde tío Pedrín reposa.
Finalmente, con tío Blas
(del Madrí ¡y a mucha honra!)
nos fuimos juntos a un bar
a ver tirar por la borda
-de nuevo un domingo más-
al madridismo su gloria.
Y colorín, colorado,
hasta aquí llega la historia
de mi estancia en Fuente Álamo
en casa de Blas y Rosa,
donde tan bien me han tratado
y he conocido el genoma
que por mi lado murciano
llevo yo en mis cromosomas.
Juan
Cánovas Ortega
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